09.- No, no soy tu bananita dolca (parte II de IV)
Buenos Aires, 13 de marzo de 2012
[...esto es una continuación de la entrada anterior. Este capítulo se hizo un poco más largo de la cuenta...]
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Nunca he atropellado a nadie. Debe ser horrible. Por suerte no he vivido en mis propias carnes un accidente de autos severo. Eso te debe quedar marcado en tu cabeza por siempre. Hace unas semanas iba en un autobús de capital hacia puente Saavedra, en Vicente López. Aquí el servicio de transportes urbanos es lamentable, digno de un país subdesarrollado. Muy barato (algo que se agradece) y muy amplio en cuanto a líneas, incluso podemos decir que pasan con cierta regularidad, pero en contra tiene que los autobuses están en mal estado, que las paradas son desastrosas (mal indicadas, carentes de información, no protegidas contra la lluvia,…) y que la conducción por parte de los chóferes es delictiva, y no creáis que lo digo a la ligera. No respetan absolutamente ninguna norma de tráfico y ponen en peligro día sí y día también la integridad de los viajeros y del resto de conductores que se desplazan en sus utilitarios. Velocidades exageradas, cruce de carriles en diagonales imposibles, no utilizan los intermitentes, no respetan los semáforos, no detienen el vehículo en las paradas, sino que simplemente deceleran teniendo que llegar a subirte en marcha, etc. Hablo de mi caso particular, y mi caso particular es que el otro día atropellamos a una señora. Bueno, yo no, el conductor del autobús en el que viajaba le dio de lleno a una señora que rondaría los cincuenta años en un paso de cebra en la entrada de la estación de autobuses de Saavedra. La señora quedó tendida en el suelo, inmóvil pero consciente, sin poder articular palabra ni incorporarse, y sólo acertó a soltar un quejido de dolor intenso y profundo que me erizó la piel. La otra persona que viajaba en el auto, una señora sesentera en edad, se persignó y se fue a toda velocidad caminando como si se sintiese parte de un crimen. El conductor se alarmó por lo que había hecho y no sabía dónde meterse, yo sí sabía dónde le metería si de mí dependiese; cárcel. Retirada de carnet, suspensión de empleo y sueldo, e indemnización millonaria a una señora que desconozco si vivirá para contarlo ni qué quedará de ella si algo queda. Un policía que estaba cerca se hizo cargo, y un empleado de la estación igual. Como siempre, público de todos los colores y formas creaba ambiente ante tamaña situación. Resonando en el aire un “te puede pasar a ti” que acongoja.
Unos días después les pasó a más de 750 personas. La noticia dio la vuelta al mundo. Un tren se estrella contra la céntrica estación de Once de la capital argentina, con 50 muertos, y más de 700 heridos. Horror. Entonces cientos de miles de voces comentan que se encuentran consternados por el suceso pero no sorprendidos, porque se saben jugadores inexpertos de esta ruleta rusa que supone viajar en medios de transporte argentinos a diario. Por cierto, nunca les toca a los que tienen más dinero, porque hasta en esto hay diferencias. Sólo va a trabajar en tren quien no tiene dinero para poder ir en su propio coche. Una tragedia de proporciones que cubrió de negro la ciudad. Malestar general. Han pasado semanas y os diré algo… no he notado el más mínimo atisbo de cambio, porque nunca pasa nada hasta que te pasa a ti.
Al que le pasó algo irremediable fue al turista francés de cincuenta y tantos años al que apuñalaron a primera hora de la mañana en la céntrica plaza de san martin, también en capital, a la salida de la estación de trenes de Retiro, a la que acudí apenas unas horas más tardes para realizar unos trámites. No me enteré en ese mismo momento, pero sí al regresar a casa, que un chico de poco más de veinte años, le había robado su cámara de fotos y ante la negativa del francés a dársela por las buenas, se la cobró por las malas. Si lo han capturado (que creo que sí), espero que pase tantos años en la cárcel como los que ha vivido para cometer semejante barbaridad. No sé si es un problema de educación, de valores, económico, o de todo esto y mucho más, lo único que tengo claro, es que sí, es un problema, y como con todos los problemas de este mundo, lo más importante es primero reconocerlo, y luego, de inmediato, buscar soluciones. Los problemas se superan enfrentándolos, no huyendo de ellos.
Todas estas noticias me dejaron la moral algo minada. No soy ajeno a lo que sucede a mi alrededor, tenga o no que ver directamente conmigo. Creo que soy parte de la sociedad, más allá de lo que indique mi pasaporte, del lugar en el que haya nacido, o de si están implicados o no conocidos míos. Somos parte activa de este mundo, tiene que ver con nosotros, y mirar hacia otro lado, es escurrir el bulto. Yo no puedo. Estas cosas me dejan con mal cuerpo.
Denunciar no sirve de nada… puede, pero no seré yo quien vea algo mal y mire hacia otro lado. Con eso de que nadie denuncia ocurre que la mayor parte de las veces nada cambia. Si algo funciona mal, si existe un robo, una infracción, etc. Seguirá igual porque unos por otros nadie enfrentó el problema. Es cierto que la mayor parte de las veces poco se puede hacer, pero lo mínimo –creo yo- es dejar constancia de tu desacuerdo, de que has sufrido un inconveniente, o de que no estás conforme con algo. Comento todo esto porque he escuchado demasiadas veces a unos y a otros quejarse, que si esto no funciona, que si esto está mal, que si aquellos me robaron,… pero luego preguntas y resulta que nadie denunció nada. De ese modo, las opciones de que algo cambie son nulas. El pasado mes de febrero presenté dos denuncias, dos quejas vaya, por servicios deficientes o por errores en administraciones. Por un lado al servicio de migraciones del gobierno en capital federal, y por otro a la comisaría de mi barrio.
Si, lo sé, suena raro que protestes y más contra la propia policía pero… siempre hay un día en el que dices “basta” y les coincidió a ellos. Ha pasado tiempo ya de esto y creo que en ambos casos hice bien, porque pienso que tenía razón. En el primer caso no pude formalizar mi visado de estudiante (llevo siete meses estudiando en este país y aún no lo tengo) porque según ellos aunque tenía todos los papeles en regla, uno (referido a antecedentes penales argentino) había vencido. Al preguntarles por dicho vencimiento me indicaron que a los tres meses ya no era válido dicho certificado y entonces solicité que me mostrasen dónde se indicaba eso. No pudieron. En la documentación que entregan y en la sede donde conceden dicho servicio no aparece esa información por ningún lado, simplemente no existe. Ellos saben de ese vencimiento pero los usuarios no. La chica que me atendió no sabía dónde meterse y llamó a sus compañeros. Llegó a haber tres buscando la salida de incendios porque es verdad que iba bastante armado de razón. El que parecía saber más quiso demostrarme que se las sabía todas, y no le quedó más remedio que apelar a mi buena voluntad porque ciertamente no podía mostrarme ningún sitio donde esa información apareciese. Tanto es así que yo estaba en aquel mostrador haciendo aquella gestión porque disponía de un código que me habían dado con dicho certificado que me permitía reservar cita para realizar la gestión. Si ese documento había vencido ¿Cómo es posible que el sistema informático me dé cita para realizar una gestión con un certificado que no es válido? Desastre. Todo mal hecho. El momento de tensión vino porque hice una mueca sonriendo luego de indicarle que en este país se premia la ilegalidad porque resulta más sencillo, más barato, y más cómodo no cumplir con las normas que cumplirlas. Me retó y entonces le puse como prueba a las cincuenta personas que llevaban la mañana esperando allí y que no estaban muy de acuerdo con el funcionario. Por culpa de ese detalle de la fecha, yo me quedaba sin visado, mi tiempo como turista concluía y debía optar por irme del país para obtener una renovación al volver a entrar, o quedarme de forma ilegal. La primera opción era cara, incómoda, y complicada de llevar a cabo en los pocos días “legales” que me quedaban. El funcionario lo dejó a mi arbitrio: “puedes hacer lo que quieras, es cosa tuya, tú y tu almohada”. Lo que yo te diga… premio a la ilegalidad. Al final, hice lo que creo que debía hacer y me fui del país.
Justo el día que se vencía mi visa de turista me fui a Uruguay. Apenas pasé allí un día, el necesario para poder regresar a Argentina con mi visa en regla, al menos hasta que logre solucionar mis papeles y obtenga la visa de estudiante que me corresponde y con la que podría permanecer años en el país y obtener el dni argentino. Fui en ferry hasta Colonia de Sacramento. Pequeño pueblo turístico a orillas del Río de la Plata. Casas bajas, costanera, y paz. Un sitio genial para relajarse y pasar el fin de semana. Me resultó muy limpio y mucho más cuidado que todo lo que he visto en tantos meses en argentina, pero es cierto que aquello es pueblo de reclamo turístico y se engalana para dicho objetivo, y las zonas por las que suelo estar en buenos aires no, ya que no he tenido aún la opción de irme a puntos muy turísticos de argentina.
El viaje sirvió un poco de punto de inflexión para mí, porque al verano le quedaba ya menos, y los dos últimos meses habían sido bastante aburridos. Deseaba que llegasen las clases y el curso, el movimiento y la actividad, y que volviese la gente a llenar la capital. Al no tener compañía se me hacían muy pesados los días.
Pero aún quedaban un par de episodios hasta que las cosas volviesen a tranquilizarse, y volví del país vecino con un par de picaduras en la muñeca ¿De qué? No lo sé. No sentí nada en el momento. Lo vi más tarde. Al principio no le di importancia, pero la cosa se puso peor al día siguiente. Me levanté con el brazo como un remo y entonces sí empecé a preocuparme. Una mancha roja que no dejaba de escocerme se extendía por el brazo, y avanzaba a medida que pasaban las horas. Cuando se hizo mucho más insoportable y vi que se expandía, tomé la decisión más difícil para mí; ir al hospital. Elegí el Pirovano porque es el más importante de la zona y me queda a cinco minutos de casa. Esa tarde venía del cine con Claudia Damerdjian que me acompañó un rato hasta que se cansó de ver aquella “sala de desesperación” con personajes recién salidos de “Walking Dead”, y se fue a su casa, dejándome allí esperando mi sentencia. Las cosas no funcionan como yo estoy acostumbrado. La gente se apelotona en la recepción y acosa sin demasiada educación y nulo resultado a quien del otro lado trata de mantener cierto orden. Se acumulaba la suciedad en la sala, e incluso algún indigente aprovechaba algún rincón para dormir, mientras otros viandantes se valían del baño del hospital, mientras los más desesperados por sus dolores golpeaban las puertas de las consultas una y otra y otra vez, llamando la atención de enfermeros/as para que les atendiesen. Nadie parecía dispuesto a respetar el orden establecido de llegada y de prioridad de dolencias. Yo esperé mis tres horas con tranquilidad, y lo cierto es que me entristecí al ver todo aquello.
No me gustan los hospitales. Mi madre ha trabajado más de cuarenta años en ellos y quizás por eso en lugar de heredar su vocación me sucedió al contrario… les pillé mucha manía. Me recuerdan al dolor, a la angustia, al sufrimiento y a la muerte. Los identifico con la pena y la tristeza. De niño no sé si tenía ese sentimiento pero de mayor se agudizó. Me saben a despedida. Tampoco me gustan esas pomposas series de hospitales; ni me parecen realistas, ni considero que trasmitan los sentimientos que uno vive allí, ni me ha gustado nunca convertir médicos en héroes. Como en cualquier profesión (quizás en esta más porque requiere de una gran responsabilidad), deben tener una gran formación académica, y eso hace que a veces te toque lidiar con alguien prepotente. Tú estás indefenso, en sus manos. Según te comunique algo puedes sentirte muy feliz o muy triste, y eso en medio de una situación en la que posiblemente estés sufriendo dolor físico. Soy mucho más de los investigadores. No suelen ser tan pretenciosos y su labor también es primordial. Se adelantan a su tiempo. Buscan donde no hay nada para llegar antes al futuro, y consiguen que la sociedad progrese. He conocido mucha gente del sector sanitario a lo largo de mi vida, y es un gusto cuando tratas con alguien amable. Debería ser la norma, pero no lo es. Hay quien dice que tienen que estar insensibilizados por todo lo que ven a diario, que anulan sus sentimientos, pero sé que no es así. Llegan a sus casas y lo sueltan todo, o se lo guardan para ellos, que no sé qué es peor. Los que conozco viven por y para el hospital. No desconectan cuando están en casa porque saben que hay personas que siguen allí encamadas y enchufadas a aparatos pendientes de su ayuda, y eso no cesa, porque cuando uno sale sano y salvo a la calle, otro ingresa… y así día tras día. La función que desempeñan es bonita y tremendamente necesaria. Imagino que entenderán quienes lean esto, que yo como individuo, no desee ser usuario de sus servicios. Tendrá mucho que ver con el miedo al dolor físico. Es gracioso porque me siento más enfermo cuando acudo al hospital que cuando salgo a la calle estando mal. Normalmente en la calle me siento libre, aunque esté enfermo. Es meterme en el hospital y saber que eso no será agradable. La médico que me atendió en esta ocasión lo hizo en un pasillo, porque no había espacio en ningún otro sitio. Me dijo algo de corticoides (creo) y de un antibiótico. De pronto vi a un celador, prepararse para no sé qué guerra y amenazarme con una jeringuilla. Apuré a alcanzar la receta que me había firmado la médico, le di las gracias y salí corriendo. Iban a pincharme. Tengo fobia a las agujas. Recuerdo que iba caminando por la calle a toda velocidad en busca de la farmacia pensando que si todo se complicaba y me ponía peor no podría escapar de las agujas… sudaba de pensarlo. Me tomé las pastillas, me fui a mi casa, y esperé un par de días en los que me decía a mí mismo que me tenía que curar sí o sí. Me curé sin necesidad de nada más. ¡Aleluya!
[aún no lo sabes todo... esto continúa... y queda madera para un fuego. En los próximos días, más.]
3 comentarios:
Qué suerte que pronto te veremos, pero estas dos dosis de vida y mirada samueliana estuvo buena.
¡Cuánta razón tenés en las críticas que hacés!
Recién llego del club de poetas y le estaba dando un vistazo a los blogs amigos, conste que no he comentado en ninguno, solo aquí para poder darte un abrazo antes del jueves musical!
Hasta la vista =)
Uno puede irse de casa, alejarse del barrio, de la ciudad, e incluso del país, pero nunca olvida a su madre. Para mí, sra. Pato, es usted la matriarca argentina, representas mi idealizada figura de amor fraternal en este lado del mundo, y a falta de mi madre, no sabes lo apoyado que me siento por ti. Tengo muchas ganas de jueves, de reencuentro, de menú sorpresa, de guitarra tranquila, en jardín con jardinero sexy, y de verte rodeada de tu cohorte, tan dulces y tiernas, en su tierna juventud.
Gracias!!!!
Qué bueno esta agenda de la ciudad de buenos aires para todos los porteños nos viene perfecto que nos ayuden con estos datos
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