Capítulo 3
Las ilusiones no tienen defectos
Samuel Leví
Lunes, 17 de noviembre de 2015
No sé qué pensaréis vosotros pero creo que la mayor parte de las veces no estamos preparados para decir adiós. Incluso cuando sabemos que el final es inminente, cuando de algún modo nos preparamos para la despedida, ésta acontece de forma fatídica, como un golpe seco, un corte limpio, que nos deja algo aturdidos y descolocados cierto tiempo. Sin que fueses muy consciente de la importancia de aquellas palabras desinhibidas que soltaste “el último día que…” y esto puedes completarlo a tu libre elección y gusto según corresponda; “…la viste”, “estuve en…”, “hice aquello”,… Pero sea como sea, no importa si a causa de una decisión personal, un capricho del destino, o dramáticamente vinculado a la tragedia, lo único cierto, es que aquella fue la última vez, la última palabra, el último día,… y hoy estás aquí, leyendo esto, y pensando en cualquiera de tus múltiples despedidas, pero me temo, que posiblemente, venga a tu memoria con precisión, no una de esas ocasiones, sino la despedida que no tuviste, porque si bien es cierto que la mayor parte de las despedidas tienen tinte melodramático, no hay nada más inconcluso, incierto, y descorazonador, que las despedidas que no pudiste tener, y peor aún, las que no tuviste porque no lo creíste conveniente. Y recordaré entonces a aquellos que afirman que “no les gusta despedirse” que las despedidas no tienen que ser siempre tristes, ya que cuando uno lo elige puede ser motivo de celebración, pero que lo verdaderamente doloroso es no poder elegir si te despides o no.
Yo sabía cuando terminaba mi estancia en Roma. Tuve tiempo de prepararme. De todos modos uno le da vueltas a la cabeza ¿Lo aproveché todo lo que pude? ¿Podría haber hecho más? ¿Tendría que haberme organizado de otra forma? ¡Ay! ¡Benditas dudas! Imagino que es normal que me pase esto, y sano. He dejado pasar unos meses para sentarme a escribir, ordenar un poco mis ideas, y dejar reposar los sentimientos. Ha llegado el momento de hacer memoria y repasar lo que dieron de sí los 8 meses que viví en la capital italiana con Laura.
Me fui de Roma con la sensación de no ser capaz de desenmascararla, de que aunque me hubiese quedado otro año allí Roma es la ciudad de las mil capas, y que nunca deja que la descubras del todo. En ella confluyen dos mil años de historia y una innumerable lista de personalidades que han marcado la cultura latina de la que bebemos la gran mayoría de los europeos, con la influencia que esto ha tenido a lo largo de los siglos en el resto del planeta. Es raro el rincón del globo al que no haya llegado su legado. Así que Roma se convierte a todas luces en una ciudad museo, que admiras y ante la que te doblegas, más allá de que haya quien crea que por ser llana y agradable a la hora de caminarla, la ves entera en una semana. Siempre hay alguien que va unos días de turismo y afirma con la boca grande que la ha visto y conocido de arriba abajo. Pues bien, ese no seré yo, que la viví un año, y que admito que ni de lejos estoy cerca de conocer todos sus misterios, que son muchos, por cierto. Algo que da muestra de su grandeza es que casi nadie hace hincapié en las mismas cosas. Cuando preguntas qué han visitado, qué les ha gustado más, qué ha llamado más su atención, las respuestas son muy variopintas, lo que a mi juicio da buena cuenta de su grandeza. Teníamos una guía -¡Faltaría más!- que le regalé a Laura estando en Buenos Aires para ir abriendo apetito de la aventura que meses más tarde nos encontraríamos, y ya os digo que fue imposible de terminar, y eso que me empeñaba en ir señalando aquello que ya habíamos visto, y trataba con ahínco de visitar aquellos sitios desconocidos que la guía nos explicaba a grandes rasgos, pues… sintiéndolo mucho, habrá que dejarlo para otra ocasión.
Y no sé si habrá otra ocasión, ojalá que sí, aunque claro, ¡Hay tantos sitios increíbles por conocer! Que uno siempre piensa que antes de volver allí visitaría antes otras ciudades y otros países apetecibles que no conoce. Además, Roma cansa. Sé que esto sucede con todas las grandes ciudades, pero el “mírame y no me toques” de Roma se hace algo ingobernable. No es una ciudad accesible, está llena de turistas, y la barrera del idioma juega también su papel, al igual que el precio, siempre me resultan más habitables los sitios baratos, en los que “me cuesta menos” divertirme. Las grandes capitales, orientadas al turismo, y con una economía medianamente sólida, siempre son mucho más caras, así que no digo nada nuevo si os cuento que una cena a la luz de las velas en el Trastevere sale bastante más caro que pegarte la cena padre en una terraza del centro de Segovia al pie del acueducto, también hecho por los romanos, también turístico, pero sin el glamour de la vieja capital del imperio romano. Queda raro que diga que no sé si viviría en Roma, porque he vivido casi un año en Roma, pero aunque sigo enamorado de la ciudad, la verdad es que mi estancia allí me dejó exhausto.
Cuando ganas un premio como el que yo he ganado sientes una responsabilidad tremenda. He sido siempre una persona humilde y mi carácter me impide regodearme en algo así, creerme nada, vanagloriarme de mis logros, es más, soy el primero en sojuzgarlos, ponerlos en duda, y filtrarlos, así que tardé meses en concienciarme y asimilar que había recibido esa beca, ese premio que me elegía como el único músico español galardonado con un premio nacional por la agencia de cooperación española para el desarrollo internacional, que me iba a permitir vivir un año en la Real Academia de España en Roma y hacer aquel proyecto con el que había soñado tantas veces; mi tercer proyecto discográfico. Como siempre, quería dar lo mejor de mí mismo, llegar lo más lejos posible, demostrar mis capacidades, y tratar de superarme, de dar un paso al frente, así que no miento a nadie si os digo que trabajé sin descanso, a diario, sin diferenciar lunes de sábado, ni domingo de miércoles, dedicado en cuerpo y alma a mi nueva obra. Sé que más de lo que me pedían, y sé que sin obligación de ello, pero así lo sentía, y de veras que me habría arrepentido siempre si no llego a lograrlo, porque oportunidades así no se tienen muchas, es más, hay quien no tiene ninguna. Pensaba mucho sobre ello. Sobre cómo un día me cambió la vida. Yo no tenía ni idea de que eso pasaría. Yo estaba en Buenos Aires algo desgastado, sin muchas ideas, y buscando algo que encendiese la llama, y ¡Vaya si lo hizo! Lloré con la carta que me certificaba el premio, me abracé a Laura y no pude pegar ojo en toda la noche de aquel día. Volví a llorar al día siguiente al contárselo a mi madre, y ella también, claro. Todo aquello sucedió antes de Roma, pero la verdad es que fue un momento tan emotivo que quería recordarlo. La sensación interna de satisfacción los meses siguientes era enorme. Eso explica que contase cada día que estaba en la Academia, cada semana, tratando de abarcar al máximo, aprovechando cada momento. Y creo que lo conseguí.
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