domingo, abril 15, 2012

Mi diario en Buenos Aires - Capítulo 9 - No, no soy tu bananita dolca (parte 4 de 4)

09.- No, no soy tu bananita dolca (parte IV de IV)


Buenos Aires, 13 de marzo de 2012



[...esto es una continuación de la entrada anterior. Aquí termina mi relato de lo que fue mi verano porteño...]
[pueden encontrar todos los capítulos de este diario en la etiqueta "personal" (columna de la derecha)]


Y así se escribieron los últimos días de mi verano porteño...


Todos los días hacía algo de ejercicio. Aún no sé porqué me dio por ahí, pero con eso de que este año no juego en ningún equipo de fútbol, pues me pareció que hacer algo de ejercicio en mi cuarto cada mañana podría venirme bien. Me trato de motivar poniendo música de fondo y creyéndome que Guardiola me está observando y que si lo hago medianamente bien, me pone el sábado en punta junto a Leo. Con los años en lugar de echarme hacia abajo los entrenadores me han puesto más en ataque… ¡Oh! ¡Quiero jugar al fútbol! ¡Echo de menos mi equipo; Café-Bar Laura, que por cierto parece que mantendrán la categoría y seguirán en primera en Vigo!


Después del ejercicio físico, una puesta a punto en la ducha, beber algún zumo, quizás algo de picar; que si unas galletitas, o unas facturas; y luego ejercicios respiratorios de boca y cuello para canto. Son los típicos chorras que nadie quiere hacer. Que te daría vergüenza incluso que alguien te vea haciéndolos, que te dices… “esto no sirve de nada, fijo”, pero los condenados ayudan. No se nota en unos días, pero sí en un mes o dos. Llevo más de tres meses dándoles todos los días y los avances son una pasada, sobre todo cuando pones a otra persona a hacerlos y te das cuenta que no aguanta nada.


Luego venía mi estudio auto-impuesto. Al haber aprobado todo tenía primero finiquitado. Aún así fui de nerd y no quise quedarme más de dos meses sin practicar nada así que cada día hacía algo de alguna asignatura; guitarra, solfeo, elementos básicos del entorno profesional, armónica,… No me dio tiempo a completar los libros de arriba abajo pero me mantuvo en forma para empezar 2º curso como si no hubiese pasado más que un par de días desde que se acabó el anterior, y no con la sensación de que han pasado meses desde la última vez que hiciste un ejercicio. Además es música, es decir, esto es lo que más me gusta. No tendría sentido pasar de ello. Por suerte en armónica, empecé la carrera el día 2 de enero, así que ahí sí tenía clases, y con la novedad y qué sé yo, le metí más caña de lo habitual.


Lo vea como lo vea, todos los días me ocupo 4 horas en internet; repasar mis cuentas de correo, leer y responder, buscar información o registrar ciertas cosas de interés que recibo, revisar mis páginas y perfiles en red, actualizarlos, enterarme un poco de cómo va el mundo, leer ciertas páginas de interés, etc. Ya hace un par de años que esto me ocupa al menos 4 horas. Varía según el día, pero me hago a la idea de que será así. Ojalá pudiese delegar en alguien, pero no dispongo del dinero para ello, así que sí o sí me toca hacerlo a mí. También es una buena noticia en el sentido de que significa que tengo bastante flujo de comunicación a través de la red. Ahora mismo el mercado digital de la música se preveía como el futuro de la industria musical, además de los directos, claro, y creo que es importante que esté al tanto. Con todo, y como le pasa a tantos otros colegas, me siento un poco pez y noto que los cambios en informática van muy rápidos para mí y tardo demasiado en actualizarme. En cuanto a nuevos aparatos ni tengo ni me entero de para qué sirven la mayor parte de las veces. Tendré que hablar con mi amigo Pablo para que me ponga al día y me de clases.


Si me lío a tocar algunas canciones, a componer, a escuchar algo de música, o hago alguna de mis tareas de promoción o divulgación de información sobre mi trabajo, eso me ocupaba normalmente el resto del día. Ver algún partido, ir a comer helado, un poco de parque, o alguna salida al cine o a algún bar, me mantuvieron siempre activo, así que salvo todos esos “incidentes” que he relatado con anterioridad, el tiempo fue pasando y las vacaciones llegando a su fin.


Estos mates son obra de mi amiga Fernanda Domínguez
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Con todo, hubo tiempo para otro tipo de planes. Quizás uno de los más “diferentes” fue el de la Jornada de Poesía Viva. Creo que ya os he hablado con anterioridad de ellos. Son un grupo de jóvenes poetas que se reúnen semanalmente en una casa para realizar talleres de poesía. He ido en un par de ocasiones, aunque como suelo estar ocupado es difícil que me coincida poder pasarme, no obstante son una buena gente con un plan bastante agradable. Rodeados de mates y pepas leen a grandes autores (muchos de ellos españoles) y crean sus propios textos colectivos. Celebraron una jornada entera de actividades en la que pude conocer a algunas personas nuevas, y además de pasar por el trance de realizar una coreografía (es difícil de explicar… y no quiero hablar de ello), canté unos cuántos temas en el acto final del día, y despaché unos discos. Belén y Darío son dos de las personas que mejor me caen del grupo y lo cierto es que tengo muy buen trato con ellos. Súper agradables, sin duda.


El día fue largo. Acabé –cosas del destino- en una casa un tanto especial. No soy un experto en el tema pero creo que la propietaria (a quien no conozco personalmente) sufre el llamado síndrome de Diógenes, consistente en la acumulación de objetos sin apenas valor, chatarra, y –en ocasiones- basura, sin orden ni concierto, dentro de una casa o domicilio, llegando a crear situaciones de caos e insalubridad que pueden llegar a ser peligrosas, aumentando el riesgo de incendio o de contraer alguna enfermedad. No quiero que parezca que esto era un caso extremo, pero sí me pareció un principio de ello. Me sorprendí mucho cuando lo vi. Me resultó grave. Uno nunca sabe cómo enfrentarse a algo así. Yo empezaría por… ¿Tirarlo todo? Había mucho trabajo allí, es decir… habría que sacarlo todo y volver a armar la casa casi de cero… uff!! No sé cómo trasmitiros que se hacía muy complicado poder permanecer allí. Estuve unas horas y luego me fui.


Ese día conocí a Rita. Una chica muy agradable, poeta y veterinaria, con la que quedé en un par de ocasiones más y que me cayó bien. Más nada. Creo que uno sabe cuando encuentra a una persona con la que podría estar en disposición de salir y mantener una relación, y cuando no. Eso no quita para que puedas entablar una relación de amistad, ni siquiera para que si ninguno de los dos tiene compromisos con más nadie, podáis divertiros y hacer lo que os venga en gana, pero insisto, creo que uno sabe más pronto que tarde con qué personas puede llegar a darse una relación estable y con cuales no. No hay drama en eso. Volví a pensar en Natalia, para qué negarlo. Natalia, Natalia, y Natalia, y no, no me estoy refiriendo a mi compañera de cuarto durante un mes en el Maghandi, sino a Natalia… Porque sí, porque es así, hay personas que marcan tu vida para siempre, y a las que nada ni nadie logra jamás hacer sombra. El recuerdo fue dulce. Gracias a eso volví a escribir una canción.


Si. Puedes escribir un libro sólo de anécdotas ocurridas dentro de un bondi. Así es como se les llama coloquialmente aquí a los autobuses, que son conocidos como colectivos de manera más formal. Y es que puedes ver de todo. Pongamos un ejemplo. Iba sentado en una plaza independiente pegada a la ventana. Delante de mí un señor de mediana edad. A priori nada que le delatase. Tipo normal. Jamás habría reparado en él si no fuese por lo que hizo. Treintañera de piel canela, estatura media, y cuerpo voluptuoso, se levanta y se agarra a una barra disponiéndose a bajar en la siguiente parada. El hombre saca su móvil del bolsillo. Mueve la cabeza como negándose a creer lo que está viendo. Está viéndole el culo a la chica, que permanece de espaldas. Frota sus manos contra su pantalón, y luego agita una de sus manos como diciendo “¡Caray lo que tengo ante mí!”. Prepara su móvil lo eleva, apunta hacia ella (sin que ésta se percate) y le hace fotos a su culo. Quise morirme. En mi próxima vida quiero volver a ser varón. ¡Socorro! Me pareció repugnante y creí que ese era el tope. ¡Bah! ¡Minudencias! Se levantó. Se acerca a la chica ¿A dónde va? ¿Qué mierda va a hacer? Se apoya en la otra barra. La fulmina de arriba abajo. El sexto sentido de ella le advierte (o algo así), se da la vuelta, y lo ve a él cómo la disecciona, entonces tímida le pregunta algo sobre la parada siguiente. Él asiente con la cabeza. Ella vuelve a darle la espalda, aunque a él no le interesa demasiado la espalda. Saca de nuevo su móvil y la fotografía de nuevo. Un plano más cercano, ella casi puede sentir su aliento en su cogote… muerte súbita. ¿Qué va a hacer con las fotos? ¿He hecho esta pregunta? Todos sabemos. Piensen lo que quieran, en mi cabeza no entra algo así. Los que seguíamos la escena con cara de estupefacción creo que nos quedamos preocupados al ver cómo bajaba del autobús detrás de ella. Les seguí con la mirada, y para mi tranquilidad tomaron caminos distintos. Lo dicho, así no hay manera.


Cambiando de tema… he estado tan ocupado entre unas cosas y otras que lo cierto es que se me ha hecho más largo de lo habitual este capítulo. Al estar fuera de mi país casi todo lo que a uno le sucede es novedoso, cambiante, excepcional en modo alguno. No tengo dudas de que tanto la escuela como el hostel son los dos sitios que más recuerdos me van a traer porque son los que capitalizan mi estancia aquí, y si, no son grandes lugares, pero al fin y al cabo es donde hago vida. Me alegra especialmente lo del Maghandi porque no hay mejor cosa que sentirse a gusto en el sitio en el que vives, con lo complejo que eso resulta teniendo en cuenta la de personas que hay aquí y la falta de privacidad que supone compartir cuarto con otra persona. Es más, una vez se fue Natalia de la habitación, me pusieron otro compañero, Leonardo, joven cocinero llegado de Venezuela con el que se ha creado un buen ambiente también. Pasó quince días conmigo en el cuarto y luego tiró de billetera y se marchó a la habitación individual, que cuesta más del doble de lo que yo pago por esta, una salvajada que sólo había visto hacer a un chico desde que estoy aquí, ya que suele ser ocupada por turistas, y no por residentes. En el próximo capítulo avanzaré una importante novedad que se ha producido en el hostel y que ha cambiado significativamente mi vida aquí, creo que de forma positiva. Una nueva situación.


He mencionado bastantes situaciones y sucesos incómodos, desagradables, o desafortunados de estos meses de febrero-marzo, a pesar de los cuales me he mantenido en pie y motivado, sin perder demasiado la ilusión ni las ganas de hacer cosas, pues bien, he dejado para el final un detalle que para mí es más que eso. Ya había comentado más veces que aquí apenas se pueden hacer planes, contar con nadie, esperar nada,… la informalidad de la que tantas veces he hablado. Una cosa es eso y otra bien distinta es ver cómo alguna persona desaparece, se borra. Ni tiene la valentía para ser sincero/a y decirte lo que le ocurre, lo que piensa, o lo que le ha molestado (si es que algo le ha molestado), ni la vergüenza de pedir disculpas, dar la cara, o afrontar una situación una vez sucede. Les llamas y no responden, les escribes y no contestan, etc. La última vez que los vistes fueron amables, sonrieron, te abrazaron y prometieron verte al poco tiempo, y luego… luego nada de nada. Te dan la espalda sin previo aviso, sin motivo aparente, se esconden, y en el fondo te sientes maltratado, engañado, defraudado, y vilipendiado. Una persona con la que estabas entablando una amistad, y que deja de hablarte del día para la mañana sin que tengas ni la más remota idea de por qué. Además de cobardes, demuestran que no son capaces de respetar a los demás, quizás porque tampoco lo hacen consigo mismos. Me ha pasado estos meses de verano, y es triste saber dónde están, qué hacen, y sentir que ya no te importa, que han conseguido que ya no los valores, luego de que te demostrasen que ellos no te valoraban a ti. Hay lo que han querido que hubiese.



Y es que a veces es así… no siempre puedo ser yo tu Bananita Dolca” *


* Bananita Dolca es un producto típicamente infantil, muy instalado en el mundo de las golosinas bañadas con chocolate. Su personalidad de marca alegre y divertida, su exquisita combinación de sabores, texturas, colores y su particular forma (de plátano) presentada en envase dorado hacen de Bananita Dolca una propuesta única en el segmento.
Cantada por chicos y grandes, la banda musical “Su encanto es el sabor” es un clásico de la publicidad argentina. Bananita Dolca está a la venta en kioscos, almacenes, autoservicios y supermercados en sus tradicionales formatos de 14 y 30grs. ¡¡Deliciosa!!


 


Espero tener pronto más noticias, buenas, por supuesto. Vivir en esta ciudad y en este país es una aventura apasionante.

domingo, abril 08, 2012

Mi diario en Buenos Aires - Capítulo 9 - No, no soy tu bananita dolca (parte 3 de 4)

09.- No, no soy tu bananita dolca (parte III de IV)


Buenos Aires, 13 de marzo de 2012



[...esto es una continuación de la entrada anterior. Este capítulo se hizo un poco más largo de la cuenta...]
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Me faltó por explicar lo de la comisaría de policía. Resulta que debía solicitar allí otro certificado conforme vivo donde aseguro vivir. La policía lo “comprueba” de manera sui generis y te registra. El documento te lo llevan a tu domicilio al día siguiente al que lo solicitas previo pago de 10$AR. Ya lo había solicitado antes así que hice la gestión el mismo día que había acudido a Migraciones a por mi visa de estudiante, y en el que había tenido el problema de no poder obtenerlo porque supuestamente ciertos documentos vencían pasados un par de meses sin que nadie ni nada lo indicase. No me esperaba que nada raro sucediese pero por si acaso iba bastante susceptible de no permitir que me toreasen. Entregué mi pasaporte en regla, di los datos pertinentes y pagué. La mujer policía que me atendía no me cobró y me indicó que no tenía cambio. Este es quizás uno de los problemas y conflictos más estúpidos y recurrentes que he tenido en este país y que lo ridiculiza de forma alarmante. Existen billetes de 2, 5, 10, 20, 50, y 100 pesos argentinos. No hay billetes mayores ni menores a esas cantidades. Hasta ahí todo bien. Los 100 pesos equivaldrían a unos 33€ aprox. Hay dos clases de sitios; los que tienen cambio y nunca hacen raros con el tema del dinero; y los que nunca tienen cambio, y te tratan como si te estuviesen haciendo un favor por cobrarte y ganar ellos un beneficio. Que la comisaría de policía no disponga de cambio de un billete de 100 pesos en plena jornada laboral es para hacérselo ver. La cosa se puso tensa:


- No, no tengo cambio.
- Ah! ¡Qué lástima!

(Silencio incómodo. Nos miramos uno al otro. Nuevo silencio. Miro por la ventana. Ella mira a sus papeles y vuelve a verme. Llama a un compañero suyo)

- Oye! ¿Tú tienes cambio de 100?

(el hombre mete las manos en sus bolsillos y casi sin inmutarse…)

- No, no tengo nada.

(La policía me mira con aires de suficiencia)

- Nada. No tenemos.

(Busco en mi cartera y encuentro un billete de 50)

- ¿Y de 50? ¿Tendrá cambio de 50?
- No. No tengo cambio de nada.
- ¿No tiene cambio de nada?
- No.

(se asoma a la ventana y me espeta)

- Vete por allí a algún comercio a pedir cambio.

(Pincha en hueso)

- ¿Cómo? Perdone, no le he entendido bien.
- Que vayas por ahí, a preguntar a esos comercios o kioscos a ver si alguno te da cambio.

(la miro fijamente y con total tranquilidad y cara de muy pocos amigos)
- Adelante. Vaya. Aquí la espero.

(me acomodo en el asiento y me relajo. Ella esboza una sonrisa incómoda y noto que está a punto de estallar)

- ¿Qué…? ¿Qué ha dicho?
- He dicho que vaya a buscar el cambio y que aquí la espero.

(no se lo cree…)

- Noooo… ¡Yo no pienso ir a ningún sitio! ¡Vaya hombre! No hay cambio y no hay cambio. Si quiere cambio vaya a buscarlo. Yo de aquí no me muevo.
- ¿A qué hora viene el cambio?
- ¿Cómo a qué hora?
- Si. ¿A qué hora tendrá usted cambio? ¿A qué hora suele tener el dinero disponible para entregar el cambio a los usuarios?
 - No hay cambio… no hay ninguna hora… es… no… el cambio que hay es el cambio que da la gente, con lo que pagan.
- Es decir que usted no tiene cambio.
- ¡No! ¡Ya le he dicho que no tenemos cambio!
- Claro, está esperando que el cambio se lo de yo. Muy bien, mire, ¿Tengo pinta de policía?

(la policía mira a sus compañeros con la complicidad de quien busca ayuda para salir de un embrollo)

- No ¿Verdad? ¿Quién trabaja aquí, usted o yo? Ni soy policía ni doy un servicio de certificados de residencia, es usted quien cobra un sueldo por hacer su trabajo, no yo. ¿Tiene papel? ¿Tiene el sello para hacerme el certificado? ¡Dígame!

(me mira atentamente esperando que termine mi exposición)

- Yo no le voy a traer el papel, ni la tinta, ni el sello,… esto es un servicio público y usted la responsable, así que haga lo que tenga que hacer para darme ese servicio que está obligada a dar. Yo estoy obligado a entregarle mi documento en regla, darle los datos, y pagar. Lo he hecho. ¿No me puede cobrar? No me cobre. Es su problema no el mío. ¿No tiene cambio? Adelante. Vaya a buscar el cambio.

(suspira y se inquieta en el asiento. El compañero que la observa no dice nada y atiende toda la escena. Yo me quedo muy tranquilo pero a la vez indignado de lo patético y lamentable que me parecen este tipo de cosas)

- Yo no voy a ir a ningún lado.
- Está bien. ¿Tengo que ir yo verdad?

(eleva sus hombros en señal de que le importa una mierda lo que pase)

(salgo de la comisaría y busco un sitio para comprar algo. Normalmente cuando sólo pides cambio casi nadie te lo da, así que me compro unas empanadas para comer y ya con el cambio regreso)

- Hola. Aquí tengo su cambio.

(le pago y me da el certificado. Entonces me vuelvo a sentar. Guardo toda la documentación, cierro la carpeta que llevo, mientras ella me mira expectante por lo que pueda hacer)

- Quiero presentar una reclamación.
- ¿Qué?
- Que quiero denunciarla.
- Pero… esto es increíble.
- No le estoy preguntando qué le parece, le estoy pidiendo que me dé el libro de reclamaciones algo a lo que tengo derecho.
- Pero… ¿Qué vas a denunciar?
- Voy a denunciar que he tenido que hacer su trabajo y que usted se ha negado a hacerlo, que no me ha brindado un servicio al que yo tengo derecho y que usted me lo ha impedido.


(Mira a su compañero, el compañero se acerca, le digo que quiero presentar una denuncia, saca de delante suya un libro oficial de quejas, y ella no sabe dónde meterse. Había tres denuncias en el mes. No me paré a leerlas pero me alegró ver que no soy el único que se queja si algo está mal. Las hojas correctamente selladas y numeradas y la reclamación efectiva. Mientras se sucedía esta escena dos personas más accedieron a la comisaría. La primera venía de su domicilio y decía que en dos días nadie le había llevado el certificado. La misma policía que me atendió a mí le comentaba que el repartidor estaba en ese preciso instante llevando certificados, y el señor insistía en que acababa de salir de su casa y no había nada de nada allí. Dijo que esperaría en comisaría hasta que el repartidor regresase, ya que la policía le dijo que estaba a punto de llegar. En aquella media hora no apareció nadie. La otra persona que entró –y esto me armó aún más de motivos- solicitó el mismo certificado que yo, y tampoco pudo pagar. Le preguntó a la policía que qué podía hacer ya que ésta no disponía de cambio, y le contestó como a mí. “vete por ahí a buscarlo”. La chica se molestó y masculló algo contra la policía, el país, y el gobierno… salió por la puerta y no regresó más. Puteada y sin el documento. Le iba a decir que se sumase a la causa pero no quise echar más leña al fuego. Si recojo firmas en un par de días lleno el cuaderno de quejas y quizás, sólo quizás, esa policía pase a vigilar puertas de colegios que espero que se le dé mejor que lo que hace actualmente, que tampoco es gran cosa)


Sí, lo sé. Uno lee este capítulo, que engloba principalmente mi mes de febrero y… ¡Madre mía! ¡Casi todo es un desastre! Aún así con todo no lo pasé especialmente mal. Quizás aburrido, quizás muy solo, sin clases, sin gente en el hostel, sin grandes planes, sin mucho dinero como para poder viajar, etc. Pero no perdí el tiempo. Me monté un plan diario, algo inconexo pero eficiente y creo que dentro de lo que cabe, puedo estar contento con los resultados.





[poco a poco se va resolviendo este capítulo pero aún faltan algunos detalles, por ejemplo de dónde viene el título. En unos días lo completamos. Estén atentos]

lunes, abril 02, 2012

Mi diario en Buenos Aires - Capítulo 9 - No, no soy tu bananita dolca (parte 2 de 4)

09.- No, no soy tu bananita dolca (parte II de IV)


Buenos Aires, 13 de marzo de 2012




[...esto es una continuación de la entrada anterior. Este capítulo se hizo un poco más largo de la cuenta...]
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Nunca he atropellado a nadie. Debe ser horrible. Por suerte no he vivido en mis propias carnes un accidente de autos severo. Eso te debe quedar marcado en tu cabeza por siempre. Hace unas semanas iba en un autobús de capital hacia puente Saavedra, en Vicente López. Aquí el servicio de transportes urbanos es lamentable, digno de un país subdesarrollado. Muy barato (algo que se agradece) y muy amplio en cuanto a líneas, incluso podemos decir que pasan con cierta regularidad, pero en contra tiene que los autobuses están en mal estado, que las paradas son desastrosas (mal indicadas, carentes de información, no protegidas contra la lluvia,…) y que la conducción por parte de los chóferes es delictiva, y no creáis que lo digo a la ligera. No respetan absolutamente ninguna norma de tráfico y ponen en peligro día sí y día también la integridad de los viajeros y del resto de conductores que se desplazan en sus utilitarios. Velocidades exageradas, cruce de carriles en diagonales imposibles, no utilizan los intermitentes, no respetan los semáforos, no detienen el vehículo en las paradas, sino que simplemente deceleran teniendo que llegar a subirte en marcha, etc. Hablo de mi caso particular, y mi caso particular es que el otro día atropellamos a una señora. Bueno, yo no, el conductor del autobús en el que viajaba le dio de lleno a una señora que rondaría los cincuenta años en un paso de cebra en la entrada de la estación de autobuses de Saavedra. La señora quedó tendida en el suelo, inmóvil pero consciente, sin poder articular palabra ni incorporarse, y sólo acertó a soltar un quejido de dolor intenso y profundo que me erizó la piel. La otra persona que viajaba en el auto, una señora sesentera en edad, se persignó y se fue a toda velocidad caminando como si se sintiese parte de un crimen. El conductor se alarmó por lo que había hecho y no sabía dónde meterse, yo sí sabía dónde le metería si de mí dependiese; cárcel. Retirada de carnet, suspensión de empleo y sueldo, e indemnización millonaria a una señora que desconozco si vivirá para contarlo ni qué quedará de ella si algo queda. Un policía que estaba cerca se hizo cargo, y un empleado de la estación igual. Como siempre, público de todos los colores y formas creaba ambiente ante tamaña situación. Resonando en el aire un “te puede pasar a ti” que acongoja.


Unos días después les pasó a más de 750 personas. La noticia dio la vuelta al mundo. Un tren se estrella contra la céntrica estación de Once de la capital argentina, con 50 muertos, y más de 700 heridos. Horror. Entonces cientos de miles de voces comentan que se encuentran consternados por el suceso pero no sorprendidos, porque se saben jugadores inexpertos de esta ruleta rusa que supone viajar en medios de transporte argentinos a diario. Por cierto, nunca les toca a los que tienen más dinero, porque hasta en esto hay diferencias. Sólo va a trabajar en tren quien no tiene dinero para poder ir en su propio coche. Una tragedia de proporciones que cubrió de negro la ciudad. Malestar general. Han pasado semanas y os diré algo… no he notado el más mínimo atisbo de cambio, porque nunca pasa nada hasta que te pasa a ti.


Al que le pasó algo irremediable fue al turista francés de cincuenta y tantos años al que apuñalaron a primera hora de la mañana en la céntrica plaza de san martin, también en capital, a la salida de la estación de trenes de Retiro, a la que acudí apenas unas horas más tardes para realizar unos trámites. No me enteré en ese mismo momento, pero sí al regresar a casa, que un chico de poco más de veinte años, le había robado su cámara de fotos y ante la negativa del francés a dársela por las buenas, se la cobró por las malas. Si lo han capturado (que creo que sí), espero que pase tantos años en la cárcel como los que ha vivido para cometer semejante barbaridad. No sé si es un problema de educación, de valores, económico, o de todo esto y mucho más, lo único que tengo claro, es que sí, es un problema, y como con todos los problemas de este mundo, lo más importante es primero reconocerlo, y luego, de inmediato, buscar soluciones. Los problemas se superan enfrentándolos, no huyendo de ellos.


Todas estas noticias me dejaron la moral algo minada. No soy ajeno a lo que sucede a mi alrededor, tenga o no que ver directamente conmigo. Creo que soy parte de la sociedad, más allá de lo que indique mi pasaporte, del lugar en el que haya nacido, o de si están implicados o no conocidos míos. Somos parte activa de este mundo, tiene que ver con nosotros, y mirar hacia otro lado, es escurrir el bulto. Yo no puedo. Estas cosas me dejan con mal cuerpo.


Denunciar no sirve de nada… puede, pero no seré yo quien vea algo mal y mire hacia otro lado. Con eso de que nadie denuncia ocurre que la mayor parte de las veces nada cambia. Si algo funciona mal, si existe un robo, una infracción, etc. Seguirá igual porque unos por otros nadie enfrentó el problema. Es cierto que la mayor parte de las veces poco se puede hacer, pero lo mínimo –creo yo- es dejar constancia de tu desacuerdo, de que has sufrido un inconveniente, o de que no estás conforme con algo. Comento todo esto porque he escuchado demasiadas veces a unos y a otros quejarse, que si esto no funciona, que si esto está mal, que si aquellos me robaron,… pero luego preguntas y resulta que nadie denunció nada. De ese modo, las opciones de que algo cambie son nulas. El pasado mes de febrero presenté dos denuncias, dos quejas vaya, por servicios deficientes o por errores en administraciones. Por un lado al servicio de migraciones del gobierno en capital federal, y por otro a la comisaría de mi barrio.


Si, lo sé, suena raro que protestes y más contra la propia policía pero… siempre hay un día en el que dices “basta” y les coincidió a ellos. Ha pasado tiempo ya de esto y creo que en ambos casos hice bien, porque pienso que tenía razón. En el primer caso no pude formalizar mi visado de estudiante (llevo siete meses estudiando en este país y aún no lo tengo) porque según ellos aunque tenía todos los papeles en regla, uno (referido a antecedentes penales argentino) había vencido. Al preguntarles por dicho vencimiento me indicaron que a los tres meses ya no era válido dicho certificado y entonces solicité que me mostrasen dónde se indicaba eso. No pudieron. En la documentación que entregan y en la sede donde conceden dicho servicio no aparece esa información por ningún lado, simplemente no existe. Ellos saben de ese vencimiento pero los usuarios no. La chica que me atendió no sabía dónde meterse y llamó a sus compañeros. Llegó a haber tres buscando la salida de incendios porque es verdad que iba bastante armado de razón. El que parecía saber más quiso demostrarme que se las sabía todas, y no le quedó más remedio que apelar a mi buena voluntad porque ciertamente no podía mostrarme ningún sitio donde esa información apareciese. Tanto es así que yo estaba en aquel mostrador haciendo aquella gestión porque disponía de un código que me habían dado con dicho certificado que me permitía reservar cita para realizar la gestión. Si ese documento había vencido ¿Cómo es posible que el sistema informático me dé cita para realizar una gestión con un certificado que no es válido? Desastre. Todo mal hecho. El momento de tensión vino porque hice una mueca sonriendo luego de indicarle que en este país se premia la ilegalidad porque resulta más sencillo, más barato, y más cómodo no cumplir con las normas que cumplirlas. Me retó y entonces le puse como prueba a las cincuenta personas que llevaban la mañana esperando allí y que no estaban muy de acuerdo con el funcionario. Por culpa de ese detalle de la fecha, yo me quedaba sin visado, mi tiempo como turista concluía y debía optar por irme del país para obtener una renovación al volver a entrar, o quedarme de forma ilegal. La primera opción era cara, incómoda, y complicada de llevar a cabo en los pocos días “legales” que me quedaban. El funcionario lo dejó a mi arbitrio: “puedes hacer lo que quieras, es cosa tuya, tú y tu almohada”. Lo que yo te diga… premio a la ilegalidad. Al final, hice lo que creo que debía hacer y me fui del país.


Justo el día que se vencía mi visa de turista me fui a Uruguay. Apenas pasé allí un día, el necesario para poder regresar a Argentina con mi visa en regla, al menos hasta que logre solucionar mis papeles y obtenga la visa de estudiante que me corresponde y con la que podría permanecer años en el país y obtener el dni argentino. Fui en ferry hasta Colonia de Sacramento. Pequeño pueblo turístico a orillas del Río de la Plata. Casas bajas, costanera, y paz. Un sitio genial para relajarse y pasar el fin de semana. Me resultó muy limpio y mucho más cuidado que todo lo que he visto en tantos meses en argentina, pero es cierto que aquello es pueblo de reclamo turístico y se engalana para dicho objetivo, y las zonas por las que suelo estar en buenos aires no, ya que no he tenido aún la opción de irme a puntos muy turísticos de argentina.


El viaje sirvió un poco de punto de inflexión para mí, porque al verano le quedaba ya menos, y los dos últimos meses habían sido bastante aburridos. Deseaba que llegasen las clases y el curso, el movimiento y la actividad, y que volviese la gente a llenar la capital. Al no tener compañía se me hacían muy pesados los días.


Pero aún quedaban un par de episodios hasta que las cosas volviesen a tranquilizarse, y volví del país vecino con un par de picaduras en la muñeca ¿De qué? No lo sé. No sentí nada en el momento. Lo vi más tarde. Al principio no le di importancia, pero la cosa se puso peor al día siguiente. Me levanté con el brazo como un remo y entonces sí empecé a preocuparme. Una mancha roja que no dejaba de escocerme se extendía por el brazo, y avanzaba a medida que pasaban las horas. Cuando se hizo mucho más insoportable y vi que se expandía, tomé la decisión más difícil para mí; ir al hospital. Elegí el Pirovano porque es el más importante de la zona y me queda a cinco minutos de casa. Esa tarde venía del cine con Claudia Damerdjian que me acompañó un rato hasta que se cansó de ver aquella “sala de desesperación” con personajes recién salidos de “Walking Dead”, y se fue a su casa, dejándome allí esperando mi sentencia. Las cosas no funcionan como yo estoy acostumbrado. La gente se apelotona en la recepción y acosa sin demasiada educación y nulo resultado a quien del otro lado trata de mantener cierto orden. Se acumulaba la suciedad en la sala, e incluso algún indigente aprovechaba algún rincón para dormir, mientras otros viandantes se valían del baño del hospital, mientras los más desesperados por sus dolores golpeaban las puertas de las consultas una y otra y otra vez, llamando la atención de enfermeros/as para que les atendiesen. Nadie parecía dispuesto a respetar el orden establecido de llegada y de prioridad de dolencias. Yo esperé mis tres horas con tranquilidad, y lo cierto es que me entristecí al ver todo aquello.


No me gustan los hospitales. Mi madre ha trabajado más de cuarenta años en ellos y quizás por eso en lugar de heredar su vocación me sucedió al contrario… les pillé mucha manía. Me recuerdan al dolor, a la angustia, al sufrimiento y a la muerte. Los identifico con la pena y la tristeza. De niño no sé si tenía ese sentimiento pero de mayor se agudizó. Me saben a despedida. Tampoco me gustan esas pomposas series de hospitales; ni me parecen realistas, ni considero que trasmitan los sentimientos que uno vive allí, ni me ha gustado nunca convertir médicos en héroes. Como en cualquier profesión (quizás en esta más porque requiere de una gran responsabilidad), deben tener una gran formación académica, y eso hace que a veces te toque lidiar con alguien prepotente. Tú estás indefenso, en sus manos. Según te comunique algo puedes sentirte muy feliz o muy triste, y eso en medio de una situación en la que posiblemente estés sufriendo dolor físico. Soy mucho más de los investigadores. No suelen ser tan pretenciosos y su labor también es primordial. Se adelantan a su tiempo. Buscan donde no hay nada para llegar antes al futuro, y consiguen que la sociedad progrese. He conocido mucha gente del sector sanitario a lo largo de mi vida, y es un gusto cuando tratas con alguien amable. Debería ser la norma, pero no lo es. Hay quien dice que tienen que estar insensibilizados por todo lo que ven a diario, que anulan sus sentimientos, pero sé que no es así. Llegan a sus casas y lo sueltan todo, o se lo guardan para ellos, que no sé qué es peor. Los que conozco viven por y para el hospital. No desconectan cuando están en casa porque saben que hay personas que siguen allí encamadas y enchufadas a aparatos pendientes de su ayuda, y eso no cesa, porque cuando uno sale sano y salvo a la calle, otro ingresa… y así día tras día. La función que desempeñan es bonita y tremendamente necesaria. Imagino que entenderán quienes lean esto, que yo como individuo, no desee ser usuario de sus servicios. Tendrá mucho que ver con el miedo al dolor físico. Es gracioso porque me siento más enfermo cuando acudo al hospital que cuando salgo a la calle estando mal. Normalmente en la calle me siento libre, aunque esté enfermo. Es meterme en el hospital y saber que eso no será agradable. La médico que me atendió en esta ocasión lo hizo en un pasillo, porque no había espacio en ningún otro sitio. Me dijo algo de corticoides (creo) y de un antibiótico. De pronto vi a un celador, prepararse para no sé qué guerra y amenazarme con una jeringuilla. Apuré a alcanzar la receta que me había firmado la médico, le di las gracias y salí corriendo. Iban a pincharme. Tengo fobia a las agujas. Recuerdo que iba caminando por la calle a toda velocidad en busca de la farmacia pensando que si todo se complicaba y me ponía peor no podría escapar de las agujas… sudaba de pensarlo. Me tomé las pastillas, me fui a mi casa, y esperé un par de días en los que me decía a mí mismo que me tenía que curar sí o sí. Me curé sin necesidad de nada más. ¡Aleluya!


[aún no lo sabes todo... esto continúa... y queda madera para un fuego. En los próximos días, más.]